El éxito indecente

El caso del alpinista David Sharp, que murió en el Everest sin recibir ayuda de ninguno de los 40 escaladores que pasaron junto a él, es una noticia que encierra una potente metáfora sobre qué se está dispuesto a hacer para alcanzar cualquier cima, política, económica o social.

Hace unas semanas apareció, en la sección de deportes de diversos medios de comunicación, una noticia que, como mínimo, generaba estupor: el neozelandés Mark Inglis, el primer alpinista con las dos piernas amputadas que llegaba a la cima del Everest, declaraba que una cuarentena de escaladores habían pasado sin prestar ningún tipo de auxilio al escalador británico de 34 años David Sharp, que agonizaba a 300 metros de la cima y que finalmente murió.

Opiniones encontradas. Tuve que leer la noticia varias veces y en diversos medios para creer que aquello era cierto. Cuarenta personas habían pasado al lado de un joven alpinista moribundo y siguieron andando para llegar a la cumbre. Cuando se difundió la noticia, diferentes foros de Internet dedicados al alpinismo y al deporte en general se llenaron de opiniones y comentarios de expertos. Iban desde la indignación -como el escalador vasco Juanito Oiarzabal, quien declaraba: «Muchos de ellos no pueden ser considerados escaladores»- hasta la justificación, con argumentos sobre por qué era imposible ayudar a David Sharp: se encontraba en la que se conoce como la zona de la muerte del Everest, situada por encima de los 8.000 metros, lo que hace -decían ellos- imposible el traslado del enfermo a una zona inferior.

Una voz potente. El debate ético estaba servido: todos parecían tener argumentos contundentes que justificaban la posibilidad o imposibilidad de salvar la vida a Sharp. Pero hubo una opinión que hizo callar muchas bocas. La expresaba sir Edmund Hillary, el alpinista neozelandés que coronó el Everest junto al sherpa Tenzing Norgay en 1953. Hillary dijo: «Creo que, en conjunto, la actitud con la que se escala hoy el Everest es un horror. A la gente sólo le interesa llegar a la cima y no le importa lo más mínimo que alguien pueda estar en apuros. Durante mi expedición, de ninguna manera hubiéramos dejado morir a un hombre bajo una roca. Simplemente no hubiera sucedido. Si tienes a alguien que te necesita mucho y tú tienes fuerzas, entonces tu obligación es hacer todo lo posible para bajar a ese hombre, y el hecho de llegar a la cumbre se convierte en secundario».

El caso es que no fueron ni uno, ni dos, ni tres, ni diez. Fueron cuarenta los individuos que miraron de refilón, vieron el dolor y no se acercaron. Pasaron a escasos metros de un hombre agonizante y siguieron su camino: increíble, indignante, vomitivo.

Segunda parte. Al día siguiente, los medios recogieron una nueva información que aportaba un matiz significativo. Dawa Sherpa, guía de altura de otra expedición, se detuvo, dio oxígeno a David Sharp e intentó ayudarle a moverse repetidamente durante casi una hora. Al parecer, Dawa prestó su ayuda en unas condiciones extremas con un frío de 38 grados bajo cero. Sus esfuerzos fueron vanos, ya que David, inconsciente y sin fuerzas, no consiguió mantenerse en pie ni tan sólo con la ayuda de los hombres que iban con Dawa. Era demasiado tarde. El sherpa, frustrado e impotente, tuvo que dejarlo no sin desconsuelo y lágrimas de rabia en los ojos. Al parecer, ni tan sólo con dos expertos escaladores era posible acometer el descenso con garantías para los tres hombres. Finalmente, en el dramático relato aparecía una dimensión humana: la compasión que nace en el peor de los entornos, el intento de ayuda reiterado, la fuerza puesta al servicio no de la propia vanidad, sino de la ayuda al otro, y luego la frustración, la resignación y el llanto. Era la segunda parte de la noticia la que hacía más soportable la náusea provocada por la lectura de los artículos del día anterior. Hubo por lo menos un hombre entre cuarenta que actuó como tal: que se acercó y lo intentó hasta que, rendido, abandonó.

Esta triste noticia que llega del Everest viene acompañada de una potente metáfora de lo que sucede con la especie humana hoy. Considerada antaño una montaña sagrada, el Everest es actualmente un cementerio que aloja 200 cadáveres y un vertedero de los residuos generados por centenares de personas que han ascendido a su cumbre. Nada es lo que era, ni en el lugar más alto de la Tierra. Además, parece ser que no es la primera vez que algo tan atroz sucede cerca de la cima de un pico mayor a 8.000 metros. Pero hasta que Mark Inglis habló, el secreto estaba bien guardado.

Argumentos. ¿Dónde está la ética, la alteridad, el sentido común, la compasión? ¿Dónde está, en definitiva, la calidad humana? Parece que para una parte muy importante de los que intentan llegar a la cumbre, sea de la naturaleza que sea, nada les importa excepto el propio éxito.

Al leer el artículo pensé que si para alcanzar las cimas geográficas se viven historias tan repugnantes cargadas de egoísmo, cómo no va a ser así en las cimas del poder político, empresarial o en cualquier otro. Sólo siendo profundamente cínicos y ególatras podemos encontrar argumentos razonables que justifiquen dejar de lado el mínimo gesto de bondad porque ésta a veces va en contra de la eficacia, la eficiencia o el propio éxito. Así, es fácil hallar lógicas evidencias que defiendan la esterilidad de la compasión, la ternura y la caridad. En efecto, para el psicópata o el narciso existen siempre motivos que, desde la avidez y vanidad sin límites, permiten pasar de largo de los problemas ajenos y volver a casa sin ningún remordimiento.

Un atisbo de esperanza. Todo parece valer para salir en la foto de la cumbre y aparentar ser alguien importante. El minuto de gloria personal no puede verse frustrado por el vecino aguafiestas al que le da por morirse cerca del que quiere ser campeón. Lo que cuenta, para esos que pasan de largo y buscan desesperadamente su propio éxito, es la imagen con la sonrisa en los labios, no importa si aparecen despeinados por el viento, porque se sienten orgullosos de sí mismos por ser tan guapos y estupendos. Es un triste futuro el que le espera a la especie si seguimos así. No sólo en lo que respecta al alpinismo, claro. Hay muchas fotos de personajes lamentables que aparecen despeinados y que han montado ciscos impresionantes para la humanidad con ristras de cadáveres incluidas que no salen en la foto porque importan mucho menos que un gol en un partido de Primera División.

Aunque, tras la lectura de esta historia, nos queda la esperanza de uno entre cuarenta; de un ser humano decente entre cuarenta indecentes. En el caso que nos ocupa, se trató de un sherpa entre cuarenta occidentales. Por lo menos consuela pensar que hay un 4% de personas que se detienen y hacen todo lo que pueden para que el otro sufra menos o pueda vivir. No perdamos la esperanza.

La raza de los decentes

Leyendo el caso de David Sharp recordé aquel fragmento del extraordinario libro ‘El hombre en busca de sentido’, del doctor Victor Frankl, en el que este médico austriaco relata sus terribles experiencias y a la vez sus profundos aprendizajes sobre las más hondas dimensiones humanas en el campo de concentración de Auschwitz. El autor dice: «De todo lo expuesto debemos sacar la consecuencia de que hay dos razas de hombres en el mundo y nada más que dos: la ‘raza’ de los hombres decentes y la raza de los indecentes. Ambas se encuentran en todas partes y en todas las capas sociales. Ningún grupo se compone de hombres decentes o de hombres indecentes, así sin más ni más. En este sentido, ningún grupo es de ‘pura raza’, y, por ello, a veces se podía encontrar, incluso entre los guardias del campo de concentración, a alguna persona decente».