Existe una realidad innegable: presumir demasiado hace que caigas peor. Y es que cuanto más presumes, menos gustas.
Esta verdad, aparentemente simple, esconde una de las lecciones más profundas sobre la naturaleza humana y las relaciones interpersonales.
Presumir actúa como un repelente invisible
Cuando alguien se esfuerza demasiado por demostrar su valor, logra —a menudo— exactamente lo contrario: genera desconfianza, incomodidad y, finalmente, rechazo.
Pero ¿por qué sucede esto? Porque cuanto más hablas de ti, menos escuchas a los demás.
Entonces la conversación se convierte en un monólogo disfrazado de diálogo, y las personas perciben esta falta de reciprocidad. Se sienten invisibles, irrelevantes.
El presuntuoso, obsesionado con proyectar su imagen, pierde la capacidad de conectar genuina e íntimamente con otras personas.
Además, cuanto más intentamos impresionar, menos auténticos parecemos.
La autenticidad y la humildad
La autenticidad es magnética. ¿Por qué? Porque es escasa.
Cuando forzamos una imagen grandiosa de nosotros mismos, las fisuras se notan.
Las personas tienen un radar natural para detectar la impostura y la exageración. Y nada resulta menos atractivo que alguien que no es quien pretende ser o dice ser.
También, cuanto más validación externa necesita una persona, menos confianza irradia. Porque la verdadera confianza es silenciosa y serena. No necesita megáfonos ni escaparates.
Presumir, por el contrario, grita una inseguridad muy profunda. Puede llegar a ser la confesión pública de quien no está seguro de su propio valor y busca, desesperadamente, que otros se lo confirmen constantemente. Y es que cuanto más quieres ser recordado… menos memorable te vuelves.
Los momentos que más recordamos con las personas no son aquellos en los que nos contaron sus hazañas, o nos montaron sus poses producidas, o hicieron alarde de signos externos de riqueza, sino aquellos en los que nos hicieron reír.
O nos acompañaron. Nos dieron consuelo. Nos inspiraron. O simplemente estuvieron… en un silencio presente y auténtico que nos abrazó cuando era necesario.
El presuntuoso, paradójicamente, se convierte en un personaje olvidable. Porque no aporta nada único a la experiencia del otro. Solo aporta ruido sobre sí mismo.
Es como una venta constante que, al final, no te acaba interesando para nada. Precisamente por eso, la humildad es elegante.
Presumir y el ego
Las personas más admiradas rara vez son las que presumen demasiado y ostentan —a veces obscenamente—. Son aquellas que permiten que sus acciones hablen por ellas. Que muestran interés genuino en otras personas. Y que combinan aportación de valor con humildad.
La verdadera grandeza no necesita anunciarse.
El ego se manifiesta y se expresa por sí solo. Y es que, detrás de todo ello, como siempre, está la trampa del ego.
El ego nos susurra que necesitamos demostrar constantemente nuestro valor. Nos convence de que, si no promocionamos nuestros éxitos, nadie los notará o advertirá. Pero esta lógica está invertida.
En realidad, cuanto más tratamos de convencer a otros de nuestra importancia, más evidenciamos nuestras dudas y carencias internas.
Presumir demasiado es una estrategia fallida de supervivencia social
Porque nace del miedo a ser subestimado, pero termina garantizando exactamente eso.
Cuando surge la urgencia de presumir, conviene recordar esta verdad: las personas no recuerdan tanto lo que uno dice de sí mismo, sino cómo las hacemos sentir cuando estamos con ellas.
Y además, quien presume constantemente, aburre. Más que un cacareo eterno.
Porque inevitablemente hace que otros se sientan cansados, aburridos o martillados por un bombardeo incesante de hazañas, de logros, de apariencias que acaban transformando la conversación en un monólogo narcisista disfrazado de diálogo.
Cuanto más se presume menos se tiende a gustar
No porque la gente envidie los logros ajenos, sino porque ya no pueden ver a la persona más allá de su gran ego. Porque quien presume revela mucho más de sus carencias que de sus virtudes.
Y lo más triste de todo es que quien presume —y acaba sintiéndose en soledad— se cree que los demás se distancian por envidia, cuando en realidad lo hacen principalmente por cansancio, por agotamiento o por sentirse tratados como espejos.
Como el espejo de la madrastra de Blancanieves:
«Espejito, espejito, dime la verdad…»
Porque los demás se sienten tratados como reflejos en los que el vanidoso busca admiración, no como personas con valor propio, con amabilidad.
La presunción no solo aleja a los otros. También ciega a quien la practica, impidiéndole ver la verdadera razón de su soledad.
En su universo de autoelogios, nunca comprenderá que el problema no era que los demás no supieran valorarlo, sino que él, en realidad, nunca supo valorar a los demás.