EL PRIMER HOGAR DEL OTOÑO
Domingo por la mañana. Apetece un café en el bar del pueblo. Un bar pequeño, rústico, que huele a dominó de verano, a café y a bocadillos, y a campesinos, y a trabajadores de la fábrica cercana, que desayunan como guerreros cada mañana, a las ocho.
Y el primer fuego en el hogar me sorprende. ¿Por qué me alegra tanto ver una chimenea con sus troncos, regalando calor? Es la sensación de estar en casa, de volver a casa. Acercar las manos frías a la brasa y la llama. Contemplarlo es un placer, como si el tiempo no existiera, la danza de la llama sobre el tronco, siempre distinta, jamás igual, evolucionando como nuestra propia vida, imprevisiblemente. Ahora asciende por el tronco, ahora éste se parte súbitamente en dos, haciendo nacer cientos de chispas que vuelan chimenea arriba; lentamente el tronco se convierte en brasa candente, que parece latir, alimentando nuevas llamas, regalando un calor estable, con olor a perfume de encina y musgo, impagable. Las manos cerca, se calientan. Y uno no se iría de aquí.
El amor por el calor no es baladí. Calor de fuego, calor de la caricia del ser amado, del gesto amable, de la acogida inesperada. Calor en el frío.
Hago una foto a la llama, el tronco y la brasa. La primera que creo recordar que hago. Y deseo compartirla.
Besos, abrazos,
Álex
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