Se necesitan caricias

Más allá de agua, higiene, calor y alimento, el ser humano precisa del contacto con los otros para crecer, desarrollarse y sobrevivir. Los estímulos positivos o negativos que recibimos de los demás -llamémosles 'caricias'- son determinantes en nuestra evolución como personas. Su ausencia puede ser fatal.

William Faulkner en Las palmeras salvajes hizo decir a uno de sus personajes: «Si tuviera que elegir entre el dolor y la nada, elegiría el dolor». Quizá la sensación de no saberse amado, de no tener nada, de vivir en un vacío emocional, intelectual y sensorial es mucho peor que el dolor que, de alguna forma, nos dice que estamos vivos.

Pocas veces nos paramos a pensar que la vida es un intercambio que se produce a muchísimos niveles, no sólo en lo económico o a través de los procesos de comunicación, sino también mediante los estímulos, los signos de reconocimiento positivos o negativos que recibimos de los demás, sea en forma de caricias, miradas, gestos, broncas, gritos o silencios. Todos moldean nuestro paisaje interior y nuestra manera de entendernos, de construir una imagen del mundo y de dar un sentido a la vida.

Hace ya más de veinte años, Claude Steiner, a partir de sus observaciones clínicas en el ejercicio de la psicoterapia junto con el legado que le dejó su maestro Eric Berne, construyó una interesante teoría que denominó «la economía de caricias». Bajo este concepto, Steiner y muchos otros han investigado los efectos que ejerce sobre el ser humano el crecer y vivir en abundancia o escasez de signos de reconocimiento que, para resumir, llamaremos caricias.

Es obvio que no sólo vivimos de pan, ni de aire ni de agua. Para sobrevivir, para crecer, necesitamos el afecto, la ternura, la caricia, la mirada, la palabra, el gesto, el contacto del otro. Somos seres sociales por naturaleza. Ya desde la fragilidad de nuestras primeras horas nos manifestamos como la especie que mayor necesidad tiene de que alguien le ampare y le dé afecto. Incluso hay quien sostiene que existe una necesidad innata de ese amor. Hoy, las evidencias científicas aportadas en el siglo XX por los doctores Chapin, Banning, Spitz, Bowlby y otros nos muestran que no sólo necesitamos la caricia del otro, sino que sin ellas nos sentimos mal hasta el punto de poder enfermar e incluso morir.

Estos especialistas han demostrado con años de rigurosa investigación que la falta de caricias, entendidas en un sentido amplio, más allá del gesto o del roce de piel con piel, pueden provocar en el recién nacido un retraso en su desarrollo psicológico y una degeneración física tal que le lleve hasta la muerte a pesar de tener el alimento y la higiene que, en teoría, asegure su supervivencia. El hambre de estímulos tiene tanta influencia en la supervivencia del organismo humano como el hambre de alimentos. Cuando un ser humano no recibe la cantidad mínima adecuada para su supervivencia, entra en un proceso de enfermedad y muere, y esto puede ser válido a cualquier edad.

Hay sin duda una correlación positiva entre la ternura, el cuidado, el afecto y la atención con el desarrollo psicológico, emocional, intelectual y físico. Nacemos hombres y mujeres, pero devenimos humanos gracias a la caricia, al estímulo, la ternura, la compasión, la gratitud, y también al límite necesario que se administra desde la disciplina que busca el bien común.

Leo Buscaglia, en su bello libro Amor. Ser persona afirma: «A pesar de que el niño no conoce ni comprende la dinámica sutil del amor, siente desde muy temprano una gran necesidad de amar, y la falta de amor puede afectar a su crecimiento y desarrollo e incluso provocarle la muerte». También hoy sabemos que la falta de amor es la causa principal de una buena parte de las enfermedades psicológicas, que van en aumento en Occidente: desde la angustia, la depresión o la neurosis e incluso las psicosis nacen, en mayor o menor medida, de esta carencia. Sin el trato amable no se satisface una necesidad fundamental que nos permite seguir sintiéndonos bien, experimentar la alegría, desarrollarnos: sin amor es más difícil crecer.

Pero yendo más allá, las ideas que Steiner refleja en su libro Los guiones que vivimos apuntan a direcciones muy interesantes: las caricias son imprescindibles para sobrevivir, concluye este especialista; si no las recibimos, se pone en marcha un mecanismo de supervivencia instintivo que nos lleva a demandarlas -a menudo de manera inconsciente- a cualquier precio. Bajo esta premisa estamos dispuestos incluso a recibir «caricias negativas» antes que no recibir ninguna, o, parafraseando de nuevo a Faulkner, preferimos el dolor a la nada, la bofetada a la ignorancia, el desprecio a la indiferencia, el grito a la apatía. A partir de este mecanismo es cuando se pueden comprender determinados comportamientos humanos que van desde el masoquismo hasta la rebelión gratuita. Por ejemplo, el niño que se rebela reiteradamente y sin motivo aparente quizá lo que hace es buscar la atención de unos padres ausentes. Quizá el pequeño, con su comportamiento agresivo, rebelde, transgresor, hace una llamada exasperada para que éstos le marquen un límite o, aún mejor, para que estén por él de verdad.

También se ha estudiado que buena parte de la mala suerte que tienen los gafes, especialmente las circunstancias adversas que se repiten de forma similar en una misma persona a lo largo del tiempo -accidentes, olvidos, distracciones, etcétera-, acostumbran a ser el resultado de un comportamiento inconsciente y repetitivo cuya motivación final, también inconsciente, es generar la atención de un entorno que, mayoritariamente, ignora al gafe en cuestión. «¡Estoy aquí, mira lo que me ha pasado! ¡Pobre de mi! ¡Mírame!» sería el mensaje de fondo que habría tras el enésimo tropezón en la misma piedra del triste cenizo.

Pero no sólo sufre quien no recibe caricias, sino también quien no las expresa. En una investigación realizada en la Universidad de Stanford dirigida por James Gross, se concluye que suprimir la expresión de las emociones conlleva altos costos psicológicos, sociales y de salud. A partir de esta investigación, las personas que no suelen manifestar sus emociones son más infelices y se sienten más aisladas. Es más, aparentemente la supresión de la expresión de estas emociones no reduce y hasta puede aumentar la experiencia de emociones negativas, como disgusto, ansiedad, tristeza y vergüenza. Por eso, los individuos que suelen suprimir la expresión de sus sentimientos, generalmente manifiestan más experiencias negativas y menos positivas. Además, la falta de expresión de los sentimientos genera mayor estrés psicológico, tanto en quien suprime su expresión como en la persona con quien interactúa (en los estudios, éstos mostraron un aumento de la presión sanguínea). Por otra parte, la no expresión de las emociones se asocia a una baja de la inmunidad fisiológica.

Y es que sin duda necesitamos de los demás. Hay un intercambio fundamental más allá del económico y que es el principal motor de la vida, un intercambio esencial a partir de la cual se construye la esperanza y el sentido de la vida: el intercambio de caricias.

La importancia de las visitas

El doctor René Spitz, en los años sesenta, estudió las diferencias en la evolución biológica y psicológica de niños residentes en dos instituciones diferentes de la ciudad de Nueva York. Las dos instituciones diferían en cuanto a la estrategia de acercamiento a los pequeños, el contacto físico y la nutrición. En una de ellas los niños podían ver a diario a una persona, normalmente su madre. En otra, una sola enfermera se hacía cargo de grupos de ocho a diez niños. Spitz concluyó que en el primer grupo se observaba una tendencia continuada al alza en la mejora física, psicológica e intelectual, mientras que en el segundo grupo el descenso en estos indicadores era abrumador.