Reveladora fragilidad

Enfrentarse a situaciones que nos recuerdan la delgadez de nuestra existencia, malas noticias que no estaban en el guión, nos sirve para valorar lo que de verdad da sentido a la vida.

Hay momentos en los que la vida se desnuda de repente, los decorados desaparecen, la sala de la que somos espectadores queda completamente vacía. En un instante, los planes realizados se borran y un montón de falsas preocupaciones se olvidan. Eso sucede en aquellas situaciones que nos recuerdan la fragilidad de la vida, la delgadez de nuestra existencia, nuestra radical impotencia ante la muerte que acaba de llevarse a alguien cuando no tocaba (o nadie lo esperaba) o cuando la grave enfermedad pone súbitamente contra la pared y con pocas opciones de supervivencia al ser amado.

Suena el teléfono, e incluso antes de pronunciar «diga», del silencio del auricular te llega algo que no funciona. Sea cual sea el mensaje, la mala noticia, el común denominador es que la vida acaba de romperse o está a punto de hacerlo, y eso no estaba previsto en el guión. El silencio, entonces, se apodera de todo. Al desconcierto abismal, a una perplejidad que pareciera nacer de una terrible pesadilla de la que te acabas de despertar, le sigue la negación de la realidad.

Quizá la ocasión en que viví con mayor intensidad lo que trato de expresar fue en una circunstancia en la que la disputa entre la vida y la muerte cobraba un aire irreal. Nuestra hija menor salió del vientre de su madre con un hilo de vida, a un suspiro de la muerte, debido a un problema cardiaco totalmente inesperado que se detectó en una revisión rutinaria durante un embarazo que había avanzado con normalidad hasta las últimas semanas. Tras catorce horas de espera en la sala de partos, sin apartar la vista de las pantallas que seguían sus alteradas constantes vitales, la pequeña nació. Estaba amoratada, casi sin respiración; sus latidos llegaban casi a las 300 pulsaciones por minuto. No hubo apenas tiempo para las palabras de bienvenida, los besos ni el apoyo en el pecho de la madre. La ambulancia esperaba para poder dar una opción a la vida en otro hospital con mejores medios.

La unión. Una unidad de cuidados intensivos infantil es, probablemente, uno de los lugares de mayor tensión emocional en los que nos podemos encontrar. En él se encarna el absurdo: la vida que acaba de llegar lucha con la muerte. No hay tiempo para hacer castillos en el aire; es ahora o nunca. Además, en tales circunstancias, los hijos de otros se hacen también nuestros. El dolor de otros es nuestro dolor. Su esperanza, nuestra esperanza. En un momento, todos somos arbotantes y contrafuertes de todos.

Estas bofetadas pueden hundirte o despertarte. Ignoro cuál es el mecanismo. Ignoro si es genética o voluntad. El caso es que quizá debido a la confluencia de la conmoción más intensa, con el sentimiento de impotencia y de fragilidad, junto con el amor por aquellas personas que sufren la situación directa e indirectamente se produce una especie de despertar donde lo esencial adquiere un valor absoluto. En ese momento se caen por su propio peso preocupaciones estúpidas, falsas angustias, y descubres cuán importante es cuidar a los que amas, cuidar de su salud, mostrar el afecto, cultivar la ternura, apoyar. Y de manera muy especial, descubres lo importante que es tirar a la basura lo accesorio. Muchas esclavitudes se desvanecen ante la desnudez a la que nos somete la muerte inesperada o su amenaza.

El valor. No es resignación ni abandono. La patada te despierta, de repente. No es iluminación, ni nirvana, ni leches por el estilo. Quizá sea una sobredosis de sentido común por contacto con lo real, con lo más crudo, con lo primario. La vida cobra un valor radical, luminoso, total. La realidad se desnuda, y uno tiene una oportunidad para valorar el lado sagrado de la vida. Me refiero a lo que le da sentido: los buenos amigos, la gente a la que amas y por la que te sientes amado, los proyectos que valen la pena. La buena gente y las buenas causas, en definitiva.

La conciencia de nuestra fragilidad puede llevarnos de golpe a una lucidez desnuda de misticismos y vanidades. A una lucidez en la que tomas conciencia del valor del otro, del valor de la vida y de lo importante que es estar unidos cuando van mal dadas.

Efecto duradero

Un amigo repite una frase sumamente lúcida: «¡La conciencia es una mutación letal!». En esos casos, la piel se vuelve fina y la capa freática de las emociones se eleva por la presión. Uno siente más, ve más; vive más, en definitiva. Cada cual se pone en su sitio, y a uno se le aclaran ideas sobre sí mismo, los demás y la vida. El efecto puede ser duradero, y en según qué casos, uno sale de la UCI o del entierro dejándose de preocupar por chorradas que antes, quizá, hasta podían llegar a atormentarte.