La peligrosa inercia

Dejarse llevar, no actuar para cambiar el curso de las cosas, es una actitud con graves consecuencias en lo colectivo y en lo individual. Como una bola que sigue su camino, recta, y que avanza a cualquier precio sin cuestionarse nada, sin mirar más allá de la consecuencia inmediata.

Un síntoma inequívoco de que algo no funciona bien en una sociedad, de que se ha perdido el sentido común o de que el cretinismo se impone lenta y silenciosamente, se produce cuando algunas cosas importantes pero obvias se convierten en objeto de reflexiones fundamentales que generan estupor. A tal punto se llega cuando se consideran «normales», «naturales» o «lógicos» determinados comportamientos y actitudes que olvidan cuestiones tan esenciales como la responsabilidad, la dignidad de las personas, la memoria, el compromiso o el comportamiento ético, entre muchas otras. Normalmente se llega a este punto a través de una firme y peligrosa inercia que borra hasta la raíz lo que a muchas generaciones anteriores les ha costado muchísimo construir a base de dedicación, entrega, esfuerzo y sacrificio.

E Resultado para todos. En lo colectivo, los ejemplos de esta peligrosa inercia son múltiples: promotores y concejales sin escrúpulos que campan a sus anchas y se cargan lo que haga falta movidos por una avidez patológica generando enormes burbujas inmorales (sí, inmorales) que se convierten en orondas hipotecas a cuarenta años por cuarenta metros cuadrados de vivienda para miles de familias. Si tal situación sólo se enfrenta por la sociedad con vehementes comentarios de desaprobación e indignación en las comidas y las cenas durante los fines de semana, pero los poderes públicos no hacen nada, somos presas de la peligrosa inercia. Frente a esta especulación inmoral hay algunos dementes que declaran: «¡pero si esto es riqueza!». «¡Pues entonces recalifiquemos todo el planeta!», podríamos responder como estúpidos, y así, en términos globales, estaremos todos forrados.

En la política. Otro ejemplo atroz de la peligrosa inercia lo podemos observar cuando determinadas posturas políticas han excluido la palabra responsabilidad de su diccionario y debido a ello se han generado enormes ciscos en un ejercicio de democracia testicular vestida de narcisismo patológico que en cuestión de meses ha generado la aparición de una devastadora guerra civil y de un hipercontrol de lo cotidiano («no puede pasar el botellín de agua mineral bajo el arco de seguridad del aeropuerto», oímos, perplejos, hoy).

También corremos el riesgo de que la peligrosa inercia gane la partida, cuando la memoria histórica no debe ser evocada porque la dignidad pierde frente al secreto que incomoda. Entonces, determinados principios fundamentales están en el paredón, esperando ser también fusilados por la peligrosa inercia.

Múltiples significados. Y es que la inercia no sólo hace referencia a la propiedad de los cuerpos de no modificar su estado de reposo o movimiento si no es por la acción de una fuerza. También la inercia se refiere a la desidia, a la ignorancia, al abandono, a la inacción: al no hacer por no pensar ni sentir.

La inercia va a su bola, recta, no mira ni a los lados ni por el retrovisor, arrasa con todo, no se cuestiona. Sólo avanza, a saco, a cualquier precio. La peligrosa inercia no conoce el acto de la rectificación, ni tan sólo del matiz. Es simplista y maniquea. Los desastres no previstos por la peligrosa inercia se convierten en «efectos colaterales», en lugar de reconocer que precisamente lo colateral forma parte del meollo de la cuestión y que los planificadores de la acción eran incapaces de prever la catástrofe que iban a provocar. Porque la peligrosa inercia no tiene visión sistémica, es más bien lineal, muy cortita de vistas. Gracias a ello llega al lugar al que se dirige de cabeza, estampándose, cargándose lo que hay por delante como aquellas primeras sondas lunares que para fotografiar nuestro satélite se estrellaban como kamikazes sobre su superficie dejando una cicatriz imborrable para siempre en la piel de la Luna. Porque la peligrosa inercia no conoce la duda: desde su ignorancia lo tiene todo claro, y si algo se carga, la culpa siempre es del otro o de una compleja y aberrante conspiración. ¡Es tan difícil mirar hacia sí y cuestionarse…! Además, la peligrosa inercia no ve la tenue pero firme unidad de las cosas: fragmenta la realidad y se queda con lo que le interesa.

En otras palabras. Decía Josep Pla que «todo lo que sube, baja». Breve, contundente, evidente, obvio. Física pura. Puro efecto de la gravedad, nunca mejor dicho: la gravedad. Pero tal aforismo no es baladí, sino más bien un principio de previsión económica, social, incluso fisiológica. Ojalá fuera también política aunque hoy en este territorio las leyes de la física patinan que da gusto.

También decía Marco Aurelio que «a menudo también hace mal quien no hace nada y no sólo quien hace algo». Y es que callarse o no rebelarse ante la injusticia y la demencia deliberada es también un grave síntoma de la peligrosa inercia. Cuando perdemos el sentido de realidad, gana la peligrosa inercia. Cuando dejamos de pensar, de dialogar, de sentir, gana la peligrosa inercia porque lo único que tiene que seguir haciendo es avanzar, implacable, en la inconsciencia.

Una hermosa obviedad. Lo evidente acaba siendo obviado demasiado a menudo por efecto de esta peligrosa inercia que se construye desde la desconexión con la realidad, desde, en esencia, la irresponsabilidad. Lo que es ofensivamente obvio, pero imprescindible, pierde su valor hasta que nos damos cuenta de que sin ello las cosas no funcionan y las sociedades pueden entrar en graves crisis. La peligrosa inercia es altamente contaminante, no es ecológica, no es sistémica. En ella prima el interés de uno frente al bien de varios, el beneficio rápido y a corto plazo, frente a la rentabilidad social y la supervivencia a largo plazo.

«Si sigue usted haciendo lo mismo de siempre, seguirá obteniendo lo mismo de siempre. Para conseguir algo nuevo o diferente, usted debe hacer algo nuevo o diferente». Esta hermosa obviedad era enunciada a menudo por el psicoterapeuta Milton Erickson a sus pacientes. Una invitación que es especialmente útil cuando lo esencial está en riesgo. Y lo esencial son las actitudes, los valores y, en definitiva, las posturas existenciales que son el resultado de la conciencia, de la responsabilidad, de la compasión y del verdadero amor.